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Semblanza de uno de los sacerdotes de la historia del San José, extraída del libro del P. Alonso.
El P. Lhoste fue uno de los dos sacerdotes que vinieron en un primer momento para encargarse del asentamiento y la fundación del colegio de San José.
Mucha información biográfica suya no hay, pues más bien era él quien tomaba, discreto y minucioso, apuntes a modo de breve diario de aquellos inicios. No obstante, recurriendo a la historia, vemos en su persona a una persona de Dios entregada a la difícil tarea fundacional, incluso a pesar de la fatiga o la enfermedad, que también se hicieron presentes.
El P. Lhoste fue uno de los dos sacerdotes que vinieron en un primer momento para encargarse del asentamiento y la fundación del Colegio de San José. Mucha información biográfica suya no hay, pues más bien era él quien tomaba, discreto y minucioso, apuntes a modo de breve diario de aquellos inicios. No obstante, recurriendo a la historia, vemos en su persona a una persona de Dios entregada a la difícil tarea fundacional, incluso a pesar de la fatiga o la enfermedad, que también se hicieron presentes.
EN LOS COMIENZOS
El P. Lhoste fue quien registró la historia de los comienzos del San José, al menos de sus cuatro primeros años, ya que muchos testigos o documentos no quedan de aquel entonces. De los recuerdos que anotó minuciosamente en su cuaderno, podemos conocer algunos detalles de la apertura del colegio.
En sus anotaciones cuenta que, a principios de 1904, 5 sacerdotes designados para la fundación se dispusieron a viajar para la fundación, pero en ese momento recibieron una comunicación de Mons. Bogarín, quien les comunicaba que era conveniente que primero vinieran dos de ellos para elegir residencia y estudiar las condiciones para la apertura.
Fue así que el P. Lhoste, junto al P. Sampay, se embarcaron a Bs.As. el 13 de febrero de 1904, en el barquito “San Martin”. Tras un agradable viaje, sin inconvenientes, llegaron al puerto de Asunción la noche del 20 de febrero. Al día siguiente, temprano, admiraron el panorama que les ofrecía la ciudad y, mientras lo contemplaban, se acercó a ellos una canoa con banderas paraguayas. Vieron a 6 marineros remando al mando de un oficial, y a un sacerdote con capa de ceremonia sentado en la popa.
Era el secretario general del Mons. Maldonado, que venía a buscarlos en nombre del obispo, que estaba ausente. Con él, luego llegaron al muelle y, según relata el P. Lhoste, lo que más les llamó la atención fue “el aspecto pintoresco de las calles: pasaban y se cruzaban hombres, mujeres, soldados, policías, casi todos descalzos”.
Luego fueron en coche hasta la Catedral para celebrar la Misa “con monaguillos revestidos…¡pero descalzos también!”
En los días siguientes, comenzó la búsqueda de la propiedad que estaría destinada para el colegio.
LECTURA
LA PEQUEÑA COMUNIDAD
Aunque solo eran dos sacerdotes, se cumplía – con algunas excepciones – un horario que organizaba bastante bien las tareas y recorridos que debían realizar ambos, así como las normas de piedad. Trabajo y descanso, silencio y recreo, se alternaban.
Durante cuaresma, el P. Lhoste – como también el P. Sampay – predicaba a los feligreses de la Iglesia San Roque, pero principalmente se constituyó en catequista de la parroquia.
La extensa labor que realizaban terminó agotando a ambos sacerdotes. Primero cayó el P. Sampay, pero por su complexión se recuperó inmediatamente. Sin embargo, el P. Lhoste llegó a presentar síntomas más serios. Aun así, como era Semana Santa, el Miércoles Santo confesó hasta altas horas de la noche, hasta que finalmente pudo retirarse para un breve descanso. Lleno de coraje, asistió a las ceremonias del Jueves Santo, pero luego tuvo que rendirse y guardar cama.
El Dr. Doazans, francés, lo visitó y diagnosticó cama. Dos meses seguidos quedó el Padre postrado. Los ciudadanos solícitos del Dr. Doazans que lo visitaba una o dos veces al día, (a veces a altas horas de la noche, por su excesivo trabajo), mitigaban su mal, pero no lograron cortarlo. Con la llegada del que sería superior y director, R. P. Tounédou, el padre enfermo fue enviado a Villarrica. El P. Brizueña, cura párroco de la ciudad, lo recibió en su casa. Allí le prodigaron mil cuidados; pronto desapareció la fiebre y la convalecencia fue rápida.
LA ENFERMEDAD DEL P. LHOSTE
Mucho ajetreo hubo hasta finalmente dar con el espacio que parecía el más adecuado para instalar un colegio. El pobre P. Lhoste poco hacía en esto: con fiebre desde hacía más de un mes, permanecía en cama. Ningún remedio lo aliviaba; se pensó mandarlo a Buenos Aires, con el P. Tounedou pero, tras consultar con el Doctor, se optó por enviarlo a Villarrica, de cuyo clima, más benigno, le ayudaría a reponerse. Un par de meses después, en junio, el padre ya estaba reestablecido, y pudo reintegrarse a la ardua labor de los primeros tiempos de esta gran historia.