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Semblanza de uno de los sacerdotes de la historia del San José, extraída del libro del Padre Cesar Alonso de las Heras
El reverendo padre Andrés Loustau, quien pisó nuestra ciudad capital en los albores del siglo xx, se podría considerar no solo como una de las piedras fundacionales sobre la cual se construyó la gran historia del colegio san José, sino también como un ejemplo de entrega total a la labor comunitaria.
El Padre Andrés Lousteau nació en 1878 en Boeil-Bezing, en la llanura de nay (Bearn), a unos doce kilómetros de Bétharram. Estudió en Bétharram, el colegio casi obligado para esas cercanías. Al terminar el bachillerato decidió ser religioso y entró en el noviciado de los Padres del Sagrado Corazón de Jesús de su localidad.
Los estudios eclesiásticos de gran seminario tuvo la suerte de realizarlos en Palestina, en la ciudad Belén. Fue un escolástico cumplidor y abnegado. En el país mencionado fue ordenado sacerdote y celebró sus primeras misas en los Santos Lugares de todos los pasos de la vida del Señor Jesús.
En su primera obediencia, como se decía en religión, tuvo como destino Asunción del Paraguay, enviado al Colegio de San José que aún no estaba fundado. Se hallaba él en Buenos Aires, terminando el retiro de costumbre, cuando el 24 de diciembre de 1903 los cinco fundadores de la institución fueron allí proclamados.
Le tocó vivir los preparativos, esos comienzos heroicos que el mismo Lousteau nos ha relatado en vivenciales recuerdos durante el Cincuentenario del San José. El Padre se embarcó desde Buenos Aires hacia nuestra capital el 22 de mayo, día de Pentecostés, en el “Saturno” junto a sus colegas Tounédou y Bacqué.
Llegaron a Asunción el 28 de aquel mes y los tres, en conjunción con los Padres Sampay y Lhoste, adelantados de la fundación, inauguraron la residencia en la quinta Villa Rosa, asiento del colegio que se estaba fundando. Era un suburbio entonces; toda una cuadra, salvo el chalet’ que se compraría más adelante, enclavado entre las calles de San José callejón, cauce de torrente en las tormentas-, José Berges y Rosa Peña, de tierra y la Avenida España, única empedrada.
Fue muy pobre la instalación, como se ha dicho; cinco camas y unas sillas. Al día siguiente, el Padre, sentado en el suelo escribía sobre una silla, la primera carta a su familia. “Humildemente, sin ni platillos”, cuenta el Padre. “¡Se puede imaginar lo que fue el Colegio de San José el día primero de julio de 1904!”
Sí, no fue fácil en lo material ni en el aderezo de las comidas, ya que se contaba con un cocinero que gustaba de la caña, lo que “obligaba” al bueno del Padre Lousteau a arremangarse e improvisar él la cena de la comunidad y de los pupilos. “Para el postre no había dificultad: se mandaba a un mozo con un peso y una bolsa y este volvía con cien naranjas… ¡felices tiempos!”
El Padre Lousteau que llegó a Asunción con el Padre Tounédou, pronto volvería con él al San José de Buenos Aires. Efectivamente, cuando Tounédou terminó su segundo trienio de rectorado, fue devuelto a Buenos Aires y también como rector en 1910. Allí sintió que le faltaba el prefecto ideal por lo que solicitó la ida de su compañero de Asunción, quien sería prefecto general, cargo difícil que cumplió con su rectitud y abnegación a satisfacción de todos.
En 1932 volvió a Asunción y aquí fue también nombrado prefecto de disciplina; se lo recuerda siempre con la misma rectitud y abnegación, así como con alguna amenaza. Como le decía a un alumno castigado acompañándolo por la avenida: “y para la próxima, se queda hasta las siete, ¡y ni su abuela lo saca!”
Cuatro años después fue destinado a la parroquia como vicario, pero de nuevo lo requieren en Argentina en 1939: primero fue el gran seminario de Rosario, donde estuvo solo unos meses; luego el San José de Buenos Aires y por fin el pequeño seminario de la Congregación, en el Sagrado Corazón de Barracas.
Todo esto ocurrió en el corto tiempo que va del 39 al 41. En el mes de julio de este último año fue llamado de nuevo a Asunción, cuando empezó el Rectorado del Reverendo Padre Oxíbar, ejerciendo la administración durante dos años. Como el Padre Bellocq, que era cura párroco, había sido destinado a Adrogué, Argentina, Lousteau se dedicaría a la Parroquia.
Es justamente allí donde el Padre desarrolló una vida de entrega total a las necesidades de las almas con la administración de los Sacramentos como las confesiones y los bautismos sobre todo. Según el tiempo litúrgico variaba sus consejos de confesor.
Si fue exigente en la disciplina con los alumnos, también lo era eminentemente consigo mismo. Casi se puede decir que sus vecinos de habitación sabían la hora por sus entradas y salidas, a pesar de actuar muy discretamente.
Todos los días se levantaba a las tres y media para cumplir con sus devociones antes de la misa de cinco de la mañana. Puntualidad alguna vez exagerada pues quedaba desosegado si por algunos imprevistos se atrasaba la oración comunitaria de las nueve de la noche.
Hacia 1960 empezó a sentir los efectos de la enfermedad que se lo llevaría. Poco a poco lo fue minando, dejándolo ausente de todo e incapaz de rezar las Horas Litúrgicas o la Santa Misa. Deambulaba por los corredores con su grueso rosario; podía no enterarse de lo que se le preguntaba pero al preguntársele si amaba a la Santísima Virgen su rostro se iluminaba y contestaba: “Ah, ça oui!”.
Los sufrimientos de los últimos años lo fueron purificando y él, tan seguidor de los toques de campana que llamaban a los actos de comunidad, oyó apaciblemente la llamada definitiva.