Hacerse tiempo para la Eucaristía no es un lujo, es un acto de amor que transforma la semana entera.
A fuerza de vivir rodeados de urgencia y productividad, corremos el riesgo de olvidar lo esencial. No por falta de fe, sino por exceso de ruido. Las metas se multiplican, las exigencias aumentan, los horarios se estiran… y el alma, en cambio, parece reducirse.
¿Cómo se mantiene el corazón en paz cuando se toman decisiones que afectan a otros, cuando la incertidumbre se convierte en rutina y cuando el cansancio se vuelve compañero diario?
Tal vez la clave esté en volver a lo invisible: al silencio, a lo escondido, a lo que no produce pero transforma. A la presencia de Dios.
Pero para encontrarnos con Él, hay que detenerse.
Hay compromisos que no figuran en la agenda, pero que son urgentes. Uno de ellos es la Misa. Participar de ella no es un lujo para quienes tienen tiempo libre; es un acto de amor que transforma la semana entera. En medio del vértigo, Cristo nos espera. En medio del cansancio, Él se da por completo.
Hacerse tiempo para participar de la Eucaristía es más que cumplir con un requisito: es aceptar una invitación. La de mirar la vida desde otra perspectiva, la de dejarse habitar por la paz, la de nutrirse con el alimento que no caduca.
Y es allí, en ese espacio muchas veces silencioso y desapercibido, donde renace también la fuerza para vivir, trabajar, decidir y servir.
Como quien ve todos los días una montaña y ya no se detiene a mirarla, también puede uno dejar de maravillarse ante lo divino. Dios presente verdaderamente en Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad. Un encuentro divino puede parecer rutina cuando el corazón se ha endurecido por la prisa.
¿Será que nos hemos acostumbrado a la presencia de Dios? ¿A su modo discreto de amar? ¿A la Cruz como símbolo, pero no como camino? ¿Será que en el fondo tememos que si volvemos a mirar con profundidad, algo dentro de nosotros deba cambiar?
La Eucaristía no es un paréntesis en la semana; es el corazón que da sentido al resto. Allí, Jesús se da por completo. Y allí, nos invita a hacer lo mismo. No como una carga, sino como una respuesta de amor.
Cuando uno comulga, no solo recibe a Cristo: también asume una misión. Se lleva a casa, a la familia, al trabajo, al entorno… una presencia distinta. Una forma nueva de mirar, de hablar, de actuar. Lo que se experimenta en la liturgia no puede quedar encerrado en el templo. La comunión nos lanza hacia los demás.
El liderazgo auténtico no nace del deseo de controlar, sino de la capacidad de donarse. Amar lo que Dios pide no siempre es cómodo, pero siempre es fecundo.
Y en esa fecundidad silenciosa se siembran los frutos más profundos de la vida profesional, familiar y social.
“La Eucaristía no es un paréntesis, es el corazón que da sentido al resto: allí renace la fuerza para vivir, decidir y servir.”
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