En el siglo en que nos encontramos, damos por sentado que madre y padre trabajan. Por un lado es una necesidad: el estilo de vida familiar, incluso el básico, requiere que ambos aporten a la economía del hogar, por otro lado, la interrogante moderna: ¿por qué la familia tiene que ser un obstáculo para mi realización profesional? En este manifiesto, ¿cuánto de nosotros mismos queda disponible para los hijos?
Como dijimos, la única manera para sostener a la familia, implica que madre y padre trabajen para pagar las cuentas, comprar las comidas, proporcionar a los hijos una educación de calidad, solventar también ciertos entretenimientos válidos, etc.
En cuanto al segundo punto, también es una duda válida. Y es muy cierto que el prestigio profesional no es definitivamente algo malo, sino todo lo contrario, puede y debe ser oportunidad para efectuar una mayor y mejor labor apostólica, santificando ese trabajo ordinario, quienes conviven con nosotros en el mismo y a quienes va dirigido nuestro esfuerzo profesional. Ese éxito se transforma, muchas veces inconscientemente, en un modelo que ayuda a otros a desarrollar un trabajo y una personalidad virtuosa, que impactan positivamente en el país.
Aun admitiendo la necesidad y la importancia de trabajar, también hay cifras que resultan escalofriantes. Según un estudio realizado por la empresa de comunicación española Edenred, casi un 70% de los padres que trabajan no disponen de tiempo para estar con sus hijos.
No podemos ser ingenuos y creer que esto ocurre solamente en un punto del globo opuesto al nuestro, siendo que reconocemos que nuestras necesidades económicas y dificultades laborales requieren, muchas veces, un esfuerzo y una dedicación horaria mucho mayor en comparación con otros países.
Como que quedamos entre la espada y la pared. Trabajamos por la familia, por la sociedad, pero no tenemos tiempo de educar a la familia, que es el futuro de la sociedad. ¿Existe acaso una respuesta llana, sencilla, fácil de aplicar, que indique cómo compaginar ambas necesidades, satisfacer a ambas?
Existe una respuesta, quizás no sea una verdad absoluta, pero sí da una posibilidad de encontrar el equilibrio para lograr un poco de todo esto que nos interpela. Lastimosamente, no es la respuesta que a muchos les gustaría escuchar.
Este titular es la respuesta. A algo hay que renunciar. Hay que establecer recortes para poder vivir el equilibrio necesario. ¿A qué renunciar? Queda en la consciencia de cada uno. Pero, por ejemplo, se puede uno interrogar a sí mismo para entender si el trabajo de la pareja resulta, en suma, superior al suficiente para vivir con una serie de estándares de vida necesarios para el bienestar familiar; si se trabaja para obtener lo que se piensa que es indispensable para estar bien, en lugar de trabajar para obtener lo que es indispensable para estar bien.
No es necesario dejar de trabajar, adoptando una postura radical y extremista (a menos que se vea en conciencia que es lo más conveniente), pero sí puede ser posible recortar ciertas horas o concertar un programa o calendario donde ciertos espacios de convivencia familiar resulten inamovibles, “sagrados”. La línea divisoria es fina, es muy fina, y nadie puede señalar al vecino dónde está el límite entre una actividad u otra. Parte de la decisión personal y el análisis de qué es lo verdaderamente esencial para el bienestar de la familia. Eso sí, en este debe estar presente el siguiente aspecto: es esencial el tiempo que se pueda dedicar a la familia, porque la formación que pueden adquirir los hijos de los padres, precisamente debe adquirirse de los padres. No de la guardería – por profesional que sea –, no de las redes sociales – por actualizadas que estén –, no de libros, – por buenos que sean –, no se puede delegar al colegio – por buenos valores y educación que puedan aprender allí. No, la primera formación tiene lugar en el hogar.
Esa formación es una de las “necesidades” esenciales. El amor que se vive y se comparte en los tiempos de calidad, otra. Y la fe que se transmite, con palabras y ejemplo, una más. Las demás prioridades, son subjetivas.
En una excursión camino a Cachi – pequeña localidad ubicada dentro de la provincia de Salta, Argentina -, y una vez ahí, se podía contemplar un paisaje imponente, montañoso. Un grupo de amigas había contratado a una persona que las transportara por el municipio e hiciera de guía. En un momento del viaje, mientras la mayor parte de la agrupación avanzaba a pie, quedaron un poco rezagadas un par junto al chofer, oriundo de la zona, quien en su vida habría hecho cientos de viajes similares al que le tocaba encabezar en esta oportunidad. Una de las chicas, le preguntó: “Don Miguel, ¿no le impresiona vivir rodeado de tanta belleza?”. El aludido, sin necesitar tanto tiempo para pensar, respondió: “La verdad, señorita, cuando uno ve lo mismo todos los días, termina por acostumbrarse”.
Semejante respuesta, empapada de un realismo inesperado, puede resultar un poco cruda, cínica. ¿Puede alguien realmente acostumbrarse a la belleza, a lo bueno, a lo virtuoso…?
Quizás podríamos preguntarnos lo mismo, cuando llegamos a la casa por la noche. “¿No me impresiona tener estos hijos, que quieren escucharme, que están esperando un consejo, o aguardan para contarme lo que hicieron en el día? ¿No es imponente la responsabilidad de transmitir lo poco o mucho que sé, a quien moldeará su vida en función de esto que puedo entregarle? ¿No es sobrecogedor pensar que la fe y la consciencia de otros seres vivos depende de mí ejemplo y de qué tan bien pueda responder y aclarar sus dudas?”. Cuestionamientos similares podrían seguir viniendo a la mente, podrían ser interminables.
Lo cierto es que el tiempo pasa rápido. Quizás “sepamos” que es importante la tarea paternal/maternal, pero “hoy y solo hoy, tuve un día largo y pesado, mañana podríamos hablar”. La única advertencia, en este caso, sería: no dejar que un día largo y pesado se transforme en una semana larga y pesada, en un año largo y pesado… porque el tiempo del que disponemos, tiene un fondo, y, al tocarlo, ya no puede recuperarse.
Si dejamos que se evapore, perdimos una oportunidad. Lastimosamente, nos acostumbramos al paisaje, y nos dejamos ganar por la costumbre y por la presunción de que disponíamos de más ocasiones para equilibrar las prioridades.
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