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Entrevista a Robert Masi y Gustavo Doldán, exalumno de la promoción 1991
Robert Masi y Gustavo Doldán coinciden en que el campamento del colegio es una gran escuela para la vida, ya que los aprendizajes que se aprenden, en un contexto un poco difícil o incómodo, quedan grabados para siempre. Además, los recuerdos son tan imborrables como impagables, como podemos ver en esta nota.
¿Qué significó ser parte del campamento?
RM: Ser parte de nuestro querido campamento fue lo máximo que pudo haber pasado en el colegio, porque el campamento es el alma del colegio. El San José es lo que es gracias al campamento, ahí se forjan las mejores amistades por el resto de tu vida, se aprende a adecuarse a lo que a uno le toque en la vida.
Hoy en día, gracias al campamento, me adapto a lo que sea. Puedo dormir en cualquier lugar, a comer lo que sea, a convivir con los demás, compartir, ayudar. Todo esto aprendimos ahí, a ser solidarios, divertirnos y pasar los mejores momentos de tu vida. También a trabajar en equipo, a tener disciplina, pasar sin lujos ni comodidades.
Es lo máximo, ¡ojalá ese lugar siempre continúe, por el bien del San José! Yo daría cualquier cosa por volver a esa etapa de mi vida.
GD: ¡Uf! Se me vienen varias palabras a la cabeza: élite, pertenecer, escuela de vida, amistad sin distinción de edad, reconocimiento. Esto significaría que uno, al ser parte de esto, se sentía parte del corazón del colegio. Del campamento salieron casi todas las figuras o líderes que tenían peso en todas las actividades del colegio, llámense deportes, Centro de Estudiantes, etc., una “élite”.
¿Qué peso tuvo esta actividad en la época de estudiantes?
RM: Personalmente, pienso que el campamento es la mejor actividad del colegio por todo lo que uno aprende en ese lugar, se hace de todo y hay espacios para todos: deportistas, bohemios (en las peñas), para los grandes personajes están los fogones que surgieron en ese lugar y hasta hoy día nos siguen haciendo reír…
Cuando uno recién empieza a ir a los campamentos, luego vuelve por esa gente tan personaje. Recuerdo que eso me hacía volver; había gente tan simpática, que uno los tenía como ídolos inolvidables.
Todos los acampados hacen de ese lugar algo tan especial. Los personajes de cada campamento son el alma de ese lugar.
GD: Muchísimo peso. Como dije, ser del campamento era estar en una élite, por eso, el Centro de Estudiantes era ocupado casi en su mayoría por acampados… era tener un respeto por parte de todo el alumnado. Más o menos te sentías un semidios. De ese lugar salieron grandes líderes, y las mismas autoridades (profesores, directores, etc.) lo sabían. Por eso existía el respeto mutuo.
¿Algunos aspectos favoritos del campamento?
RM: Todos los que pasamos por ese lugar nos formamos y aprendimos lo que nunca hubiéramos aprendido en otros lugares. Por eso, todos los aspectos del campamento eran espectaculares. Pero el que a mí menos me gustaba era el “descuereo” de la mañana… siempre trataba de esconderme. Muchas veces pude, muchas veces no. Y cuando te pillaban era mortal, te mataban todo el día.
Entre mis actividades favoritas estaban los deportes, los juegos, las peñas, los fogones y los asaltos. Los asaltos eran algo espectacular; poder jugar y compartir con compañeros, hermanos que fueron parte de ese lugar con nosotros. Era un momento muy especial y de ahí la amistad que hasta hoy día mantenemos entre todos. Es una cosa increíble, no tiene explicación, es un fenómeno raro.
Cada campamento que se realiza uno va y se sigue viendo gente que va asaltar o mirar que se graduaron del Colegio hace 40 años y más algo muy especial tiene ese lugar ese momento que uno quiere volver a ir, ex acampados de todas las edades generaciones diferente que vuelven a ese lugar es algo increíble.
GD: Muchísimos. A grandes rasgos, puedo nombrar: respeto, trabajo, disciplina, humildad. Pero, creo yo, lo más importante: la amistad. En nuestra época éramos, más o menos, 120 acampados que iniciábamos una travesía de 5 o 6 días. Había grandes, chicos, gordos, flacos, habilidosos, no habilidosos, locos, loquísimos. Existía un zoológico de personas distintas, pero, a la vez, conectados por un sinfín de hilos que conducían al destino final de la amistad.
Otro aspecto muy positivo era que jóvenes de 17 o 18 años (los comandos) llevábamos a cabo esta actividad, éramos responsables de 120 personas por 5 a 6 días, para lo cual había muchísimo trabajo previo. Preparar y llevar adelante un campamento no era poca cosa, menos a esa edad.
«Todos los que pasamos por ese lugar nos formamos y aprendimos lo que nunca hubiéramos aprendido en otros lugares. Por eso, todos los aspectos del campamento eran espectaculares»
¿Tiene alguna anécdota que haya marcado su paso como acampado?
RM: Una fue en invierno. Yo estaba en cuarto curso, aproximadamente. Se hizo el asalto, y cuando terminó hacía un frio terrible. Ya se habían ido todos los asaltantes y nos empezamos a acomodar para dormir. Estábamos recorriendo las piezas para conseguir colchón, frazada, poncho, etc. Con Chino Yegros siempre se conseguían todas esas cosas de una u otra manera.
Al final conseguimos todo lo que necesitábamos. También con nosotros estaban Cabayu Valenzuela, Peque Giménez, entre otros que no recuerdo… estábamos entre 6 o 7, más o menos. Nos fuimos, nos acomodamos y estábamos durmiendo muy cómodos hasta que alguien – hasta hoy día no sabemos quién – nos tiró un balde con agua helada. Nos despertamos y se escuchó “¡Nderakoreeeee!”. Ahí nos levantamos, se escuchaban risas, empezamos a caminar temblando de frío y caminando descalzos por la cancha de fútbol, había escarcha.
El frío de invierno era de terror, a lado del lago. Entonces, a alguien se le ocurre “Vamos a la cocina de Cardozo”. Entramos ahí, el lugar era perfecto porque ellos mantienen la leña prendida. Nos acomodamos y – cagados de frío, por supuesto – habremos dormido una hora y media, hasta que Cardozo intentó entrar a su cocina. No podía abrir la puerta, porque la pieza estaba llena. Dos veces intentó, y, por supuesto, al que estaba a lado de la puerta – creo que Cabayú – le quitó las costillas. Nadie le hacía caso, no nos movíamos. Hasta que escuchamos “¡Cuando vuelva vengo con un balde de agua fría!”, y saltamos todos, salimos y volvimos a caminar por la cancha de fútbol. Ya resignados, nos sentamos a esperar el descuereo de aquella mañana inolvidable. De tan mal que pasamos, ya nos reíamos.
El otro recuerdo que tengo también sucedió en invierno. Hacía mucho frio cuando empezó el asalto. Nos raptaron a veinte acampados aproximadamente, nos tenían en la carrocería de una camioneta. Frío de cagar, y nos llevaron al Cementerio de San Bernardino, y nos ataron a cada uno a una tumba con cintos y piolas.
Por supuesto, la mayoría éramos unos pendejos, todos cagados. Creo que yo estaba en segundo curso, todos nos desatamos, nos juntamos, empezamos a caminar por el camino de tierra oscuro. Ya eran como las 5:00am y los lugareños se despertaban a matear frente a su casa, cuando vieron venir a veinte personas del cementerio a esa hora. Entraban a sus casas asustados, porque no entendían qué pasaba.
GD: Voy a contar una medio terrible. Yo era Jefe de Grupo, y uno de los integrantes que cayó – o mejor dicho lo pusieron – en mi grupo era el gran “Tato” Mendoca, acampado de la pesada, en todos los sentidos. Un día nos tocó ser grupo de cocina o servicio, ese día estábamos encargados de servir las distintas comidas. Empezamos por el desayuno. La señora que siempre cocinaba me dijo “Mi hijo, voy a traer algo de mi casa, mientras na revolvé el cocido para que no se queme”, a lo que respondo que lo haría sin problema. Eran dos ollas gigantes, con mucho fuego y lleno de cocido hirviendo.
En eso escucho una risa endiablada de uno de los integrantes de mi grupo (ya saben a quién me refiero), portando dos bolsas. De una saca un frasco enorme de laxante, que deposita en su totalidad en una de las ollas. “Bueno, está bien, digo”. Miro a todo mi grupo y digo que nadie tome el cocido, porque sabíamos las consecuencias que podría tener.
Pero ahí no acabó la fechoría de este avezado acampado. De la otra saca un yacaré. Sí, así como suena. Él había llevado al campamento un yacaré vivo, atado, por supuesto. Este no vivió mucho tiempo, pero él lo conservó y lo tenía guardado, hasta que se le ocurrió depositarlo en la otra olla. Mis ojos –y los ojos de todos los integrantes del grupo – no podían creer lo que veían. Yo, adentro mío, pensaba “acá nos fuimos a la p…”. Le digo a Tato que traiga un palo para sacar al animal del cocido. Va y lo trae, pero era imposible sacarlo por el peso.
Ya resignados, tapamos la olla y esperamos que la señora no se dé cuenta, y mucho menos los comandos. En eso, llega de vuelta ella y nos dice “Mba’eteko pa”, a lo que respondemos “Todo bien, señora”. Destapó la olla, mientras rezábamos para que el yacaré no suba a la superficie. No hubo caso. La señora agarró su mega espátula de madera, empieza a revolver y, cuando siente algo pesado dentro de su cocido, hace una pequeña palanca y… bueno, ya saben lo que salió.
Un grito, llanto, y las palabras: “Yo renuncio, nunca vi algo así, che ahama”. En eso, los tres comandos ya estaban sobre nosotros. Como corresponde, fuimos todo el grupo a iniciar una larga travesía de penas y castigo, descuereo mal.
Y del último campamento, ¿Qué nos puede contar?
RM: El último campamento muy difícil porque sabés que va a ser la última vez que vas a pisar ese lugar en tu vida como acampado, que esa etapa se acaba. Pero, al mismo tiempo, se siente una alegría por haber tenido la oportunidad de ser parte de ese lugar mágico y aprender tantas cosas que hasta hoy día nos ayudan en la vida, en todo sentido. Pero, lo más lindo que uno quita de ahí, son las amistades que se ganan y perduran por el resto de nuestras vidas.
GD: El verano del ’90 fue mi primer campamento como Jefe de Campamento. Quería que fuera especial. Para mí, el asalto es algo central. Ese juego encierra la esencia misma de la actividad, que es defender los símbolos, la bandera y el jefe del campamento. Yo quería que todos los acampados vean y sientan de cerca sus símbolos y por qué sudaban y luchaban cada noche. Entonces, se me ocurrió volver a lo de antes. Es decir, no tener guardia bandera. Que todos los acampados vean los símbolos mientras luchaban por ellos. Al comienzo, costó convencer a los comandos, pero no les quedó mucha opción, puesto que tuve el apoyo de mi querido director y amigo “Coto” Lima.
Por supuesto, una vez convencidos de la locura – porque hacía muchísimo tiempo que el asalto no se jugaba sin guardia bandera y eran pocos los asaltantes, entre 15 a 20 como máximo, siendo que antes podían llegar a 80 -, lo pudimos hacer. Eso sí, con muchísimo sufrimiento. Casi no disfruté. Cada noche llevaba mucho desgaste mental, y sobre todo físico.
Así luego llegué a mi último campamento, en la Semana Santa del ’91. Ese campamento sí lo disfruté muchísimo. Ya las cosas y, sobre todo, el asalto nos salían “de taquito”. Fue una mezcla de disfrute y tristeza, sentimientos tan nobles. Disfrute porque el campamento corría sobre rieles y tristeza porque me tocaba decirle adiós a algo que a todos nos marcó en esa etapa de nuestras vidas. Pero era una tristeza con sabor a gloria por el deber cumplido.