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Fuente: Historia del San José, de César Alonso de las Heras
El partido colorado se apoderaba del poder, ¿pero podría resistir a la revolución? El p. Subervielle escribe al superior general: “a pesar de todas las dificultades hemos abierto el colegio, el pasado lunes 4 de marzo, como estaba previsto.
Cincuenta y ocho alumnos se presentaron el primer día, setenta y uno el segundo, y ayer eran setenta y siete. No es muy halagüeño, pero, ¿cómo hacer para que vengan los alumnos del campo? No hay trenes. Y, ¿cómo hacer para que los grandes no sean reclutados en el camino? Tenemos representantes de todas las clases, excepto del Quinto Curso: son demasiado grandes para venir sin peligro”.
“En cuanto a la calidad, las luchas civiles se entablan fuera de nosotros. De todos los partidos nos confían sus hijos, desde el actual presidente (Pedro P. Peña) hasta los jefes radicales que mandan en las afueras y, cosa digna de mención, en el colegio no hay partidos”. El 12 de junio escribe: “Ya tenemos paz, desde hace algún tiempo; se dice, y lo creemos, que va a durar. ¿Tendremos
también la paz religiosa, o por lo menos tendremos libertad? Se dice que el ministro de Instrucción Pública es intelectual, en el buen y mal sentido de la palabra. Los progresos morales y laicos de la educación en Europa parecen obsesionarlo. Esperemos”.
“Acaba de aparecer un decreto suyo: el año escolar empezará el 1 de julio en los establecimientos estatales. No habrá exámenes a fin de curso, por este año. Las notas serán el término del trabajo diario, para que los profesores no se sientan apurados de ver –mal- todo el programa, en tan poco tiempo. Y que hagan estudiar bien lo que puedan hasta el 15 de diciembre. Nos tocará a nosotros ese decreto. Voy a informarme de ello enseguida”.
“Los alumnos han llegado numerosos: hay 243 presentes; contando los ausentes (por razón de examen o enfermedad), exactamente 260. Nunca tuvimos tantos alumnos. El local es muy exiguo: los alojamos donde podemos. “Esto me lleva a recordarle su promesa de enviarnos algún miembro el año que viene. No olvide que completaremos, si Dios quiere, el ciclo escolar, inaugurando el Sexto Año. Es necesario. Además, el Tercer Grado (Primaria) ya tiene más de cuarenta alumnos, con la dificultad de encontrar buenos profesionales auxiliares; y las familias se quejan porque el estudio anda mal… No lo digo como abogado defendiendo una causa: Usted conoce nuestras necesidades y sabe que no quiero importunarlo. Pero…¡no nos olvide!”.
Así pues, el año 1912 fue un año difícil. En la revista NEF, del 20 de enero de 1912, encontramos un relato muy interesante, anterior a lo dicho, pero refleja el mismo espíritu de zozobra en que se desenvolvía la Patria y por consiguiente el curso de los estudios.
“¡Qué buen cirio debemos a San José! Y cómo ha merecido su estatua. Entretanto, le rezamos una novena de acción de gracias… Nada había cambiado en la situación política desde su partida (del Superior General) y corren las noticias de una revolución estancada – esa es la palabra – que ya no nos impresiona. Pero el domingo último estalló como una bomba un anoticia nada esperada. Ante una conjuración de tres individuos que trabajaban no sé para quién, el presidente había renunciado. El gobierno estaba en manos de un Triunvirato. Durante el día se supo que el Triunvirato estaba de acuerdo con la revolución. Sin embargo, todo estaba tranquilo en la ciudad y, de tarde, con el P. Lhoste, mi único compañero en el colegio (los demás en San Bernardino), pude continuar mis visitas de año nuevo.
El lunes por la mañana 15 de enero, acababa de entrar en la Dirección cuando oigo gritos en la calle… “¡Tiren, tiren!” Era un centenar de soldados que avanzaban por la calle España, en orden de combate, fusil en mano… delante de ellos, un oficial, que parecía dudar entre la huida o la rendición. De golpe, se baja del caballo, saca su espada y su revólver, y se rinde. Fue el primer prisionero que hacían los “colorados” que acudían a socorrer al gobierno caído. Ese gesto me dio enseguida la sensación de que empezaba el jaleo. “¡Dios mío! ¡Madre mía!¡San José! ¡Ahora os toca a vosotros!”-“¡Al Belvedere! ¡Al Belvedere! ¡Corriendo!”.
“Como recordrá, el Belvedere está en frente de la casa de Decoud: es ahí donde se toma el tranvía. No tuve tiempo de llegar a la puerta de la calle, para ver qué iba a ocurrir, cuando ya el balear había estallado. Era a dos cuadras del colegio. Los asaltantes habían ocupado la Casa Decoud, desde ahí rechazaron un pequeño cuerpo del nuevo gobierno. Un cuarto de hora después pude ir al campo de batalla. La Cruz Roja había recogido tres cadáveres, cuatro cadáveres yacían en la calle o en la vereda. Era la primera vez que veía un campo de batalla y muertos que sangraban. La preocupación de saber si esos desgraciados vivían aún para absolverlos y ayudarlos a morir me impidió emocionarme demasiado. Las horribles heridas en el pecho y en la cabeza por las blas explosivas aseguraban que los cuatro estaban muertos. Volví tristemente al colegio. Además, el balear recomenzaba y la pobre calle España fue frecuentemente barrida por las balas. Nunca había comprendido esta palabra tan justa: en cuanto cesa el ruido de la batalla un minuto, todas las puertas se abren, la gente llega a la calle, se informa, mira, se atreve a dar unos pasos, es un espectáculo de pequeño hormiguero. Pero, en cuanto empiezan a silbar las balas, todos desaparecen a la vez”.
“Solo tenía un temor: que eligieran a nuestro colegio como acantonamiento y que las altas galerías se convirtieran en centro de combates. Tomo cuatro medallas de San José y ato una a la puerta principal y le digo al San José: Vos os habéis comprometido a defender la entrada de esta puerta. Después de lo que habéis hecho en Buenos Aires, no podéis hacer aquí menos”. Luego mandé al P. Lhoste que atara las otras tres en las otras puertas. San José fue un guardián fiel: nadie se presentó para requisar.